sábado, 6 de junio de 2009

El discurso del odio




El quehacer político es construcción de acuerdos, particularmente en sociedades plurales como las que se expresan hoy en día. Pero también es litigio, diferencias de ideas, confrontación. La política deseable es aquella que se sostiene en la manifestación de razones, la comparación de programas, la articulación de pactos y el convencimiento de los ciudadanos a partir de hechos, ideas, propuestas y trabajo. Pero la política realmente existente, a la que no debemos allanarnos pero que resulta inevitable reconocer como tal, abunda en pragmatismo, apuesta al conflicto y no busca persuadir con argumentos sino seducir –o aturdir– con aspavientos a los ciudadanos, con engaños, con calumniar a aquellos que no piensan igual. La política actual y los aprendices pseudo políticos, tienen que recurrir a la difamación, utilizando el cruel engaño, para poder eludir y así tapar sus graves fallos, su impotencia y su falta de ideas y recursos. En definitiva, para tapar todo aquellos que hacen mal. Este recurso normalmente, es muy utilizado por los grandes dictadores de la historia, que lo único que pretenden, lejos de pretender una sociedad justa, quieren mantener un estatus personal y económico de alto nivel, a costa de difamar a aquellos que sólo se han movido por ideales democráticos y que no han hecho otra cosa que luchar codo a codo y de manera conjunta para intentar mejorar las circunstancias de vida del pueblo.

La legislación tiene que prever los comportamientos perversos y no solamente los rasgos virtuosos del quehacer político. Por eso es importante que existan disposiciones capaces de atajar la difusión de calumnias y de toda índole de mentiras en cualquier circunstancia y, desde luego, también cuando se hacen bajo el amparo de las campañas políticas.

A estos miedos e impotencias, en los que algunos basan su poder, le podríamos denominar ‘discurso de odio’ –hate speech–.El discurso del odio ha sido expresamente prohibido en países que han transitado por experiencias socialmente traumáticas debido a genocidios como los que perpetraron los nazis en Alemania o Francia en los años cuarenta o, hacia fines del siglo XX, los fundamentalistas étnicos en los Balcanes y, en otro caso, entre las etnias de Ruanda. En situaciones como esas, el discurso expresamente promotor del odio y el extermino ha sido vetado y en ocasiones castigado. Por desgracia y en este País que nos ha tocado vivir, hay elementos que utilizan el discurso del odio, simplemente para aferrarse al poder, dejando al margen la realidad de lo vivido, construyendo cortinas de humo, para que en el caso de que se difame al enemigo y no pueda ser eliminado, por lo menos genere la duda, consiguiendo de cara a los que no tienen acceso a la información, albergar un sentimiento de rechazo. Más grave se puede considerar, los que conociendo la campaña de descrédito, se someten a ella, o simplemente la ocultan, ya que se convierten inmediatamente en cómplices de la misma.
Otra es la situación de las elecciones democráticas, o que se pretende que así sean. La democracia electoral se consolida en las urnas pero, antes, se practica y apuntala en las campañas. El proselitismo de los partidos requiere de la más amplia libertad para que manifiesten posiciones y diferendos de la manera más abierta posible. Es conveniente que partidos y candidatos actúen con la mayor responsabilidad para que sus campañas orienten, en vez de confundir y desalentar.

Limitar la expresión de algunos de esos puntos de vista limita potencialmente no sólo derechos de libre expresión, sino también derechos de participación democrática. Por otra parte, la atmósfera altamente cargada de una campaña electoral puede ser precisamente el momento cuando es probable que las declaraciones exaltadas tengan el efecto de incitar a la gente a la violencia –infringiendo, en consecuencia, los derechos democráticos y de libre expresión de los demás. Por desgracia este tipo de actitudes, son usadas habitualmente por aquellos aprendices de magos seductores pseudo-asociativos.

Los ciudadanos afectados por la propagación de falsedades acerca de su vida pública o privada tienen derecho a que sean esclarecidas y, en ocasiones, a una reparación por el daño que esos infundios les puedan haber ocasionado. Por ello y cuando nos encontramos con organizaciones que empiezan a tener cierta relevancia, no debería utilizarse este tipo de argumentos, ya que pueden sin duda volverse muy peligrosos para aquellos que los utilizan.

Para resolver ese entrampamiento es útil distinguir entre la desinformación y la opinión que se proporciona. Se desinforma cuando se ofrecen o mencionan datos o hechos que son presentados y pueden parecer auténticos, independientemente de que se proporcionen evidencias de ellos, ya que la preparación de los mismos en un argumentado contexto, puede dar credibilidad a los mismos sin objetividad, si bien los mismos datos bajo un prisma real y objetivado, puede reproducir una realidad totalmente distinta. (Muchas de las campañas de desprestigio político, se basan en este tipo de desinformaciones). Se opina cuando se manifiestan juicios de valor, es decir, puntos de vista a partir de parámetros que resultan de la perspectiva ideológica, política, ética… de cada quien. La desinformación está determinada por hechos que son, o se presume que son, objetivos, si bien se convierte en subjetiva una vez que ha sido preparada conscientemente. La opinión es, por definición, subjetiva.

Por pobre y escasa que sea la deliberación de ideas, en los mensajes de toda campaña de descrédito hay hechos y juicios. Los primeros tendrían que ser incontestablemente ciertos y cuando no lo sean e impliquen mentiras acerca de individuos o instituciones, podría haber lugar a la intervención de la autoridad. De hecho, cuando dicha campaña fuera enfocada para tapar una realidad muy distinta, de hechos constatados y engaños a los electores, la intervención de los órganos debería ser implacable. Los juicios –es decir, la opinión o el parecer de las personas, tendrían que ser respetados.

Allí es donde podrían establecerse los límites para la denigración que la constitución obliga a evitar o, en su caso, a sancionar. En rigor toda opinión crítica, e incluso cualquier punto de vista, aunque sea el más generoso o bienintencionado, podría tener connotaciones denigratorias. Todo depende del contexto, o de la colección de valores, con los cuales se le justiprecie. Si de una persona se dice que es magnánima, hermosa o valiente, por lo general se considerará que se le está encomiando porque esos atributos tienen significados habitualmente positivos. Pero en un entorno cultural en donde la magnanimidad, la hermosura o la valentía estén mal vistas, tales apreciaciones podrían llegar a ser denigratorias. Por desgracia este tipo de contextos son muy utilizados en el mundo asociativo. Pondré un claro ejemplo a modo de ilustración: Cuando un rival dice de otro “es mi amigo y lo quiero mucho, pero…”, no hace mas que usar este contexto para difamar, engañar y manipular, usando armas de destrucción asociativa y personal denigrantes. Por ello este es el límite que nunca debería ser roto, ya que con esa actitud no hace más que establecer unos parámetros de guerra abierta y declarada. Por ello las campañas deben ajustarse a realidades objetivas, no subjetivas y bajo un contexto claramente predefinido.

Esos ejemplos son muy obvios, pero cuando nos encontramos ante el discurso político habitual de algunos chiringuiteros, los linderos entre denigración y descripción suelen ser peliagudamente resbaladizos, porque están matizados por las valoraciones subjetivas de cada quien. Normalmente han sido y son utilizadas por verdareos especialistas en el engaño, la manipulación; siendo normalmente precedidos de un currículum de constantes traiciones. De hecho podemos afirmar que se trata de una mala persona, que es inepto políticamente y que su programa llevará a la organización al despeñadero.



La calumnia, a su vez, tiene que ser sancionada, aclarada y, en su caso, castigada y reparada de la manera más rápida y eficaz posible.

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